El castillo del califa Muradhí
Érase una vez un escriba muy afamado que vivía en un reino persa
en las tierras del gran Saladino. Maestro en el arte de la escritura, compuso
muchos libros, pero, a pesar de su pericia y del favor que de las gentes gozaba, no se sentía
completamente valorado. Un día, harto de ver cómo sus obras se difundían
por todo el reino sin que su hacienda
aumentase en la misma medida, decidió hacer un pacto con el siniestro genio
Sansa-penti.
Con ese propósito, se presentó una mañama
el susodicho escriba ante las puertas de un castillo almenado, en el que se
decía que moraba el genio aludido. Tocó a la puerta una, dos y hasta tres
veces, pero esta no se abrió. Abatido, Trirremo - que así llamaban al escriba
por su capacidad sin igual para escribir muchos libros, que decían que era
porque tenía tres manos en vez de dos y todas empleaba en la producción -,
sintió que las historias que le habían contado del gran genio hacedor de sueños
eran falsas y que debería seguir su existencia mundana y vulgar. Pero cuando ya
estaba dispuesto a marcharse, una pequeña ventanilla de madera se abrió desde
una de las esquinas de la fortaleza, y desde allí se asomó una espeluznante
cabellera de serpientes que, a la manera de una Medusa, se retorcían
amenazadoras por encima de su cráneo.
- ¡Quién sois! - gritaron a coro el manojo
de culebras que se enmarañaban en su cabeza, pues aquel ser tenía la boca
cosida y hablaba a través de ellas.
Trirremo, al escuchar aquella potente voz,
miró primero al foso que rodeaba la fortaleza, convencido de que el sonido
salía de esas profundidades.
- ¡Estamos aquí arriba! - volvieron a
gritar las sierpes.
Trirremo, confuso, no relacionaba esas
voces con un lugar tan elevado, aunque no tardó mucho en acomodar el oído a
esta nueva percepción. Dirigió, después, la mirada hacia la esquina del muro,
donde se enseñoreaba amenazante la siniestra figura de escamas fulgurantes. Sin
embargo, avanzada ya su miopía, el escriba no vio allí sino una dorada
cabellera de una hermosa mujer.
- ¿Eres tú, por casualidad, ese o esa al
que llaman Sansa-penti? -preguntó.
- Dices bien – dijeron las serpientes al
unísono.
- Entonces he venido al lugar correcto.
- Depende para qué – musitó el genio.
- Necesito que me ayudes.
- Pues cuéntame cuál es el caso y así
decidiré.
- Soy un hombre de espíritu inquieto –
comenzó su exposición – y muy trabajador, que sin embargo la vida no ha sabido
corresponderme según mi valía.
- Parece razonable, pues, que solicites una
reparación a esa injusticia – se mostró la bestia condescendiente -, pero
deberías dirigirla a la diosa Fortuna, dueña y señora de los destinos de los
hombres. Yo no soy más que un genio de segunda fila, sin responsabilidad en
asuntos tan elevados. Sólo me dedico a pequeñas intervenciones, livianas
pillerías y alguna que otra justa o
injusta reparación. Nada serio. La gloria, Sr. Trirreme, no es de mi
competencia.
El escriba se quedó pensativo y empezó a
dudar de aquella muchacha que hablaba tan raro, pero pudo más la causa que le
motivaba, pues en verdad que era justa.
- Supongo, que ya que he venido hasta aquí,
algo podrás hacer por mí, pues no me parece bien, ahora que el sol comienza a
ocultarse por el horizonte, irme de vacío.
- Sea, pues – asintieron las cientos de cabezas
que poblaban aquella cabellera -. Pero antes de que te abra la puerta de este
castillo y firmemos el contrato deberás responderme a tres preguntas.
- Estoy preparado – contestó con gallarda
decisión.
Asomó el monstruo medio torso por el
ventanuco, como queriendo ser mejor escuchado por aquel pequeño hombrecillo que
abajo esperaba su gracia.
- Muy bien – dijeron los sierpes sellando su
suerte -, pero debes saber que si no respondes adecuadamente a estas preguntas perderás
lo más preciado que tengas.
Trirreme quedó pensativo, sobre todo,
porque no se acordaba de qué era aquello de cuyo valor más podría arrepentirse
en caso de perder. Él tenía un pequeño tesorillo escondido en la choza en donde
vivía junto con el resto de su familia, debajo del jergón, pero sus
expectativas de ganancia lo superaban con creces. En fin, no vio gran
impedimento en aceptar el reto que le proponía el Genio.
- Vengan, pues, esas preguntas – dijo sin
saber realmente qué se estaba jugando-, que mis muchos libros me han de aportar
el necesario conocimiento para responderlas.
- Puesto que aceptas el desafío - corearon
las diminutas bocas mientras agitaban sus lenguas en el aire-, respóndeme a
esta primera pregunta: ¿Quién eres?
A continuación, se escuchó un crepitar de
maderas que emanaba del portón de la entrada del castillo, como si estuviera
resquebrajándose.
Trirreme no lo dio importancia a esa señal
y se sonrió. El motivo de su alegría era que esa pregunta ya la conocía, pues
él mismo escribía largo y tendido sobre ella en esos libros que tanto gustaban
al público y que tan buena fama la había dado, tanto a lo largo del imperio
persa como a lo ancho del cristiano.
- Difícil me lo ponéis – contestó con sorna
antes de comenzar a responder-. Está claro que lo que soy salta a la vista -
respondió -, pues a la vista debe de estar todo lo que uno es sin mayor
preocupación de lo que pueda hallarse en otro lugar más recóndito. Puesto que
escriba soy, soy lo que ven mis lectores, esos que leen mis libros y me
ensalzan con sus críticas. Soy lo que escucho de las personas que me aprecian y
me admiran por lo que soy, porque en el fondo quieren ser como yo soy. Mis
libros son la extensión de mí mismo, por ello soy yo en mis libros y mis libros
son en mí. Por ello me centro en ellos más que en otra cosa: en escribirlos, en
difundirlos y en mercarlos.
Asustó la respuesta hasta al mismísimo
Sansa-penti, que lo sintió dejando a todas las culebras mudas menos a una, que
fue la que con un agudo silbido se dirigió al escriba.
- ¿Tienes algo más que añadir a esta
primera pregunta?
- No, es suficiente – contestó disimulando
un orgullo que hacía encender los ojos de las sierpes.
- Entonces vayamos a la segunda: ¿De dónde
vienes?
Apareció ahora una grieta en el muro recorriéndolo
de arriba a abajo. Sansa-penti lo tomó como señal de mal agüero, e hizo el
ademán de agacharse en previsión de un mal mayor.
- Vengo de una familia humilde – comenzó el
hombrecillo a responder sin reparar en el nuevo aviso - y todo lo hice
trabajando con gran esfuerzo. He estudiado en grandes universidades y de todas
ellas he recibido títulos y honores. Vengo del mundo del saber, que para mí ya
nada oculta pues casi todo lo sé. Vengo del pasado, pues conozco la historia
contada por los que vencieron como si fuera las líneas de mi mano, por ello me
atrevo a dar consejos a los que han de vencer, pues venciendo unos en el
pasado, a iguales condiciones, vencerán otros en el presente. Vengo de la
ciencia, pues nada ignoro de los últimos avances que han llevado al hombre a
dominar su entorno natural. Vengo de la fe, pues creer en lo que no se ve sin
mirar detrás de lo que se ve es un acto grandioso, sólo a la altura de bellas
mujeres como tú – se rieron ruborizadas las bocas de afilados dientes que
pendían de la cabeza del monstruo -. Y vengo del mundo de la razón, donde la
sinrazón no es razón de que a veces nos la quiten para dársela a quienes no la
tienen.
Acabada la plática en este punto, de
repente, las serpientes se retiraron escondiéndose tras sus respectivas
cuevecillas dentro de la bóveda craneal del Genio, que ahora parecía más
hinchada, como si la presión en su interior estuviera a punto de hacerla
reventar.
Las ataduras que sellaban la boca del
monstruoso Sansa-penti se descosieron y un profundo rugir, salpicado de la
sangre que manaba de sus labios, salió de aquella garganta ancestral.
- Bonito canto, bella dama – contestó Trirremo,
incapaz de distinguir el rugir del monstruo del melodioso canto de una sirena
-. No tengo más que añadir al respecto.
- Bien – respondió el Genio expulsando una
espesa baba de color negruzco -. Veamos, esta será tu última pregunta: ¿A dónde vas?
Una de las torres de la fortaleza se
inclinó amenazando con desplomarse. Sansa-penti, muy versado en augurios y
vaticinios, supo que esta era una mala señal, y se escondió para no volver a
aparecer por el hueco del muro.
Trirreme, sin embargo, quiso pensar que la
bella mujer había abandonado su puesto en el muro para bajar a abrir el portón del castillo mientras
él contestaba a esa sencilla pregunta.
- Fácil me lo ponéis, bella señora –
respondió girando la cabeza a ambos lados tratando de localizar a su idealizada
figura -. ¿Me preguntáis que a dónde voy? Voy a ganarme el cielo, doña bella.
Voy a hacer posible el sueño de muchos ilusos: aquellos que sueñan con que
otros ilusos sueñen con sus verdades o sus mentiras gritadas a los cuatro
vientos. Voy a ganarme el cielo diciendo en mis libros dónde se halla un cielo
de barro a la medida de quienes no puedan atreverse a pensar que exista otro de
oro. Voy a escalar hasta las nubes mercando muchas de mis obras y otras que las
acompañan en santa procesión, porque este es el medio para conseguir el fin,
sin reparar en flaquezas moralizantes que me desvíen de mi santo camino, y sin
caer en la trampa de pensar que el verdadero camino que abre los cielos es el
propio camino que hacemos para dirigirnos hacia él.
Se hizo el silencio a la entrada del
castillo. Sansa-pentí se había marchado y no daba señales de que iba a abrir el
portón. Trirremo comenzó a impacientarse. Al momento, un fuerte estruendo salió
de las profundidades de la tierra, abriéndose una profunda zanja como si fuera
un colosal terremoto que acabó engullendo al castillo.
En un abrir y cerrar de ojos todo quedó
reducido a escombros. Pero milagrosamente Trirremo no sufrió ni un sólo rasguño. El frustrado
escriba no se explicaba qué es lo que había sucedido, es más, nunca llegó a
explicarse qué fue lo que pasó con aquel castillo que un día una bella mujer
custodiaba y que con su canto de sirena le animó a conquistarlo.
Lo primero que hizo Trirremo al llegar de
vuelta a su choza fue comprobar que nada de valor le faltaba. Tanteó bajo el
jergón y notó que la bolsa estaba en su sitio. En efecto, todo estaba tal y
como él lo había dejado antes de partir. Nada se había perdido en aquella
extraña aventura y nada habría, por tanto,
de qué preocuparse...
FIN