miércoles, 17 de junio de 2015




                                                  El castillo del califa Muradhí

   
    Érase una vez un escriba muy afamado que vivía en un reino persa en las tierras del gran Saladino. Maestro en el arte de la escritura, compuso muchos libros, pero, a pesar de su pericia y del  favor que de las gentes gozaba, no se sentía completamente valorado. Un día, harto de ver cómo sus obras se difundían por  todo el reino sin que su hacienda aumentase en la misma medida, decidió hacer un pacto con el siniestro genio Sansa-penti.
    Con ese propósito, se presentó una mañama el susodicho escriba ante las puertas de un castillo almenado, en el que se decía que moraba el genio aludido. Tocó a la puerta una, dos y hasta tres veces, pero esta no se abrió. Abatido, Trirremo - que así llamaban al escriba por su capacidad sin igual para escribir muchos libros, que decían que era porque tenía tres manos en vez de dos y todas empleaba en la producción -, sintió que las historias que le habían contado del gran genio hacedor de sueños eran falsas y que debería seguir su existencia mundana y vulgar. Pero cuando ya estaba dispuesto a marcharse, una pequeña ventanilla de madera se abrió desde una de las esquinas de la fortaleza, y desde allí se asomó una espeluznante cabellera de serpientes que, a la manera de una Medusa, se retorcían amenazadoras por encima de su cráneo.
    - ¡Quién sois! - gritaron a coro el manojo de culebras que se enmarañaban en su cabeza, pues aquel ser tenía la boca cosida y hablaba a través de ellas.
    Trirremo, al escuchar aquella potente voz, miró primero al foso que rodeaba la fortaleza, convencido de que el sonido salía de esas profundidades.
    - ¡Estamos aquí arriba! - volvieron a gritar las sierpes.
    Trirremo, confuso, no relacionaba esas voces con un lugar tan elevado, aunque no tardó mucho en acomodar el oído a esta nueva percepción. Dirigió, después, la mirada hacia la esquina del muro, donde se enseñoreaba amenazante la siniestra figura de escamas fulgurantes. Sin embargo, avanzada ya su miopía, el escriba no vio allí sino una dorada cabellera de una hermosa mujer.
    - ¿Eres tú, por casualidad, ese o esa al que llaman Sansa-penti? -preguntó.
    - Dices bien – dijeron las serpientes al unísono.
    - Entonces he venido al lugar correcto.
    - Depende para qué – musitó el genio.
    - Necesito que me ayudes.
    - Pues cuéntame cuál es el caso y así decidiré. 
   - Soy un hombre de espíritu inquieto – comenzó su exposición – y muy trabajador, que sin embargo la vida no ha sabido corresponderme según mi valía.
  - Parece razonable, pues, que solicites una reparación a esa injusticia – se mostró la bestia condescendiente -, pero deberías dirigirla a la diosa Fortuna, dueña y señora de los destinos de los hombres. Yo no soy más que un genio de segunda fila, sin responsabilidad en asuntos tan elevados. Sólo me dedico a pequeñas intervenciones, livianas pillerías y alguna que otra justa o  injusta reparación. Nada serio. La gloria, Sr. Trirreme, no es de mi competencia.
    El escriba se quedó pensativo y empezó a dudar de aquella muchacha que hablaba tan raro, pero pudo más la causa que le motivaba, pues en verdad que era justa.
    - Supongo, que ya que he venido hasta aquí, algo podrás hacer por mí, pues no me parece bien, ahora que el sol comienza a ocultarse por el horizonte, irme de vacío.
   - Sea, pues – asintieron las cientos de cabezas que poblaban aquella cabellera -. Pero antes de que te abra la puerta de este castillo y firmemos el contrato deberás responderme a tres preguntas.
   - Estoy preparado – contestó con gallarda decisión.
   Asomó el monstruo medio torso por el ventanuco, como queriendo ser mejor escuchado por aquel pequeño hombrecillo que abajo esperaba su gracia.
   - Muy bien – dijeron los sierpes sellando su suerte -, pero debes saber que si no respondes adecuadamente a estas preguntas perderás lo más preciado que tengas.
    Trirreme quedó pensativo, sobre todo, porque no se acordaba de qué era aquello de cuyo valor más podría arrepentirse en caso de perder. Él tenía un pequeño tesorillo escondido en la choza en donde vivía junto con el resto de su familia, debajo del jergón, pero sus expectativas de ganancia lo superaban con creces. En fin, no vio gran impedimento en aceptar el reto que le proponía el Genio.
    - Vengan, pues, esas preguntas – dijo sin saber realmente qué se estaba jugando-, que mis muchos libros me han de aportar el necesario conocimiento para responderlas.
    - Puesto que aceptas el desafío - corearon las diminutas bocas mientras agitaban sus lenguas en el aire-, respóndeme a esta primera pregunta: ¿Quién eres?
    A continuación, se escuchó un crepitar de maderas que emanaba del portón de la entrada del castillo, como si estuviera resquebrajándose.
    Trirreme no lo dio importancia a esa señal y se sonrió. El motivo de su alegría era que esa pregunta ya la conocía, pues él mismo escribía largo y tendido sobre ella en esos libros que tanto gustaban al público y que tan buena fama la había dado, tanto a lo largo del imperio persa como a lo ancho del cristiano.
    - Difícil me lo ponéis – contestó con sorna antes de comenzar a responder-. Está claro que lo que soy salta a la vista - respondió -, pues a la vista debe de estar todo lo que uno es sin mayor preocupación de lo que pueda hallarse en otro lugar más recóndito. Puesto que escriba soy, soy lo que ven mis lectores, esos que leen mis libros y me ensalzan con sus críticas. Soy lo que escucho de las personas que me aprecian y me admiran por lo que soy, porque en el fondo quieren ser como yo soy. Mis libros son la extensión de mí mismo, por ello soy yo en mis libros y mis libros son en mí. Por ello me centro en ellos más que en otra cosa: en escribirlos, en difundirlos y en mercarlos.
   Asustó la respuesta hasta al mismísimo Sansa-penti, que lo sintió dejando a todas las culebras mudas menos a una, que fue la que con un agudo silbido se dirigió al escriba.
    - ¿Tienes algo más que añadir a esta primera pregunta?
   - No, es suficiente – contestó disimulando un orgullo que hacía encender los ojos de las sierpes.
   - Entonces vayamos a la segunda: ¿De dónde vienes?
   Apareció ahora una grieta en el muro recorriéndolo de arriba a abajo. Sansa-penti lo tomó como señal de mal agüero, e hizo el ademán de agacharse en previsión de un mal mayor.
    - Vengo de una familia humilde – comenzó el hombrecillo a responder sin reparar en el nuevo aviso - y todo lo hice trabajando con gran esfuerzo. He estudiado en grandes universidades y de todas ellas he recibido títulos y honores. Vengo del mundo del saber, que para mí ya nada oculta pues casi todo lo sé. Vengo del pasado, pues conozco la historia contada por los que vencieron como si fuera las líneas de mi mano, por ello me atrevo a dar consejos a los que han de vencer, pues venciendo unos en el pasado, a iguales condiciones, vencerán otros en el presente. Vengo de la ciencia, pues nada ignoro de los últimos avances que han llevado al hombre a dominar su entorno natural. Vengo de la fe, pues creer en lo que no se ve sin mirar detrás de lo que se ve es un acto grandioso, sólo a la altura de bellas mujeres como tú – se rieron ruborizadas las bocas de afilados dientes que pendían de la cabeza del monstruo -. Y vengo del mundo de la razón, donde la sinrazón no es razón de que a veces nos la quiten para dársela a quienes no la tienen.
    Acabada la plática en este punto, de repente, las serpientes se retiraron escondiéndose tras sus respectivas cuevecillas dentro de la bóveda craneal del Genio, que ahora parecía más hinchada, como si la presión en su interior estuviera a punto de hacerla reventar.
     Las ataduras que sellaban la boca del monstruoso Sansa-penti se descosieron y un profundo rugir, salpicado de la sangre que manaba de sus labios, salió de aquella garganta ancestral.
    - Bonito canto, bella dama – contestó Trirremo, incapaz de distinguir el rugir del monstruo del melodioso canto de una sirena -. No tengo más que añadir al respecto.
   - Bien – respondió el Genio expulsando una espesa baba de color negruzco -. Veamos, esta será  tu última pregunta: ¿A dónde vas?
    Una de las torres de la fortaleza se inclinó amenazando con desplomarse. Sansa-penti, muy versado en augurios y vaticinios, supo que esta era una mala señal, y se escondió para no volver a aparecer por el hueco del muro.
    Trirreme, sin embargo, quiso pensar que la bella mujer había abandonado su puesto en el muro  para bajar a abrir el portón del castillo mientras él contestaba a esa sencilla pregunta.
    - Fácil me lo ponéis, bella señora – respondió girando la cabeza a ambos lados tratando de localizar a su idealizada figura -. ¿Me preguntáis que a dónde voy? Voy a ganarme el cielo, doña bella. Voy a hacer posible el sueño de muchos ilusos: aquellos que sueñan con que otros ilusos sueñen con sus verdades o sus mentiras gritadas a los cuatro vientos. Voy a ganarme el cielo diciendo en mis libros dónde se halla un cielo de barro a la medida de quienes no puedan atreverse a pensar que exista otro de oro. Voy a escalar hasta las nubes mercando muchas de mis obras y otras que las acompañan en santa procesión, porque este es el medio para conseguir el fin, sin reparar en flaquezas moralizantes que me desvíen de mi santo camino, y sin caer en la trampa de pensar que el verdadero camino que abre los cielos es el propio camino que hacemos para dirigirnos hacia él.
    Se hizo el silencio a la entrada del castillo. Sansa-pentí se había marchado y no daba señales de que iba a abrir el portón. Trirremo comenzó a impacientarse. Al momento, un fuerte estruendo salió de las profundidades de la tierra, abriéndose una profunda zanja como si fuera un colosal terremoto que acabó engullendo al castillo.
    En un abrir y cerrar de ojos todo quedó reducido a escombros. Pero milagrosamente Trirremo no  sufrió ni un sólo rasguño. El frustrado escriba no se explicaba qué es lo que había sucedido, es más, nunca llegó a explicarse qué fue lo que pasó con aquel castillo que un día una bella mujer custodiaba y que con su canto de sirena le animó a conquistarlo.
    Lo primero que hizo Trirremo al llegar de vuelta a su choza fue comprobar que nada de valor le faltaba. Tanteó bajo el jergón y notó que la bolsa estaba en su sitio. En efecto, todo estaba tal y como él lo había dejado antes de partir. Nada se había perdido en aquella extraña aventura  y nada habría, por tanto, de qué preocuparse...




                                                                                FIN